Poetas ante el espejo



Felipe Espílez Murciano
Abogado del Estado. Escritor y poeta.

Ateniéndose a una definición estricta del término, extramuros del mundo poético, hay que considerar al espejo como una superficie pulida en la que se refleja la luz de acuerdo con las leyes de la reflexión. Pero poco universo es este para el poeta que siempre está embarcado en la emocionante, bella y arriesgada aventura de crear mundos nuevos. Esta dimensión poética la hace patente Percy Bysshe Shelley cuando sentencia que la poesía es un espejo que se hace más hermoso a medida que está más distorsionado.
            Y en ese sentido, el espejo ha sido siempre una figura muy sugerente para los poetas. A través de sus reflejos, e incluso en la ausencia de ellos, han construido su fantasía escritores de todas las épocas, desde los tiempos mitológicos en que Narciso se contemplara en las aguas cristalinas, espejo natural por excelencia, hasta nuestros días en que se ha llegado a los espejos dieléctricos, con propiedades muy cercanas a las de un espejo perfecto, en los que se pueden reflejar más del 99,998% de la luz que incide en ellos y, sin que por este motivo, se agoten las posibilidades futuras. 
            Y no solo ha sido objeto de deseo literario, sino que, además, el espejo ha ejercido su influencia en la vida cotidiana e, incluso, en la religiosa. En la cultura hebrea, era parte de la fuente de metal que estaba a la entrada del Tabernáculo de la Reunión. Eso permitía a los sacerdotes ver sus imperfecciones cuando se lavaban, como consta en el Éxodo 38:7-9; 30:18; escrito hacia el 1447 a. C.

Incluso llega a denominar a una localidad de Córdoba. En 1303, Fernando IV le concedió a esta villa el privilegio de repoblación, pasando a denominarse Espejo por voluntad real, como lo atestiguan las siguientes palabras:

“… y porque el su castiello al que solían decir Alcala a quien nos tovimos por bien mudar el nombre y aquel digan Espejo.”

O, sencillamente, toma el nombre de un café de Madrid en el Paseo de Recoletos.
            Pero en el mundo de las letras, el que ahora se invoca, el tratamiento literario ha sido, y es, de múltiples facetas. De innumerables caras, porque el poeta encuentra en el espejo mucho más de lo que en realidad este refleja. Esto no es de extrañar ya que es una constatación más de esa búsqueda incesante de la belleza que tiene la poesía. Sin límite aparente, máxime si tenemos en cuenta que cuando se entra en el espejo se entra en la realidad contraria duplicando el mundo.
            Pero en esa búsqueda interminable, que deja en el camino rastros de lo humano en huellas sensibles, no sería de extrañar que el poeta llegara a colocar un espejo frente a otro para duplicar la duplicidad de la emoción más cristalina. Por ventura que tal empresa no parece muy cabal, porque cuando se coloca un espejo frente a otro, se produce un espejismo y uno se llena de oasis inexistentes que dan excesiva blandura a los sueños para ser aprehendidos por las manos de la lírica. A no ser que se crea en las luces tenues y los espejos trucados como confesó Andy Warhol.
            El espejo es, finalmente, objeto para todas circunstancias y también para todos. Tanto es así que, sublimando de forma perfecta su trascendencia, Jorge Díaz nos recuerda, con una gran intensidad, que Dios cuando reza se mira al espejo.
            Tal es la simbiosis del espejo con la literatura, que llevó a decir a Stendhal que un libro es un espejo que pasea por una gran avenida.
            En ocasiones, también, ha sido utilizado el espejo como elemento definitorio. En este sentido, Jonathan Swift dice que la sátira es una suerte de espejo en el que los que observan generalmente descubren los rostros de todos menos el propio, principal razón por la que es bien recibida en el mundo, y por la que tan pocos se ofenden ante ella. Y Bertolt Brecht recuerda que el arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma.
            Y en todo este universo de espejos tienen cabida también aquellos que intentan transformar la realidad y se lanzan, sin complejos, a la búsqueda de mundos distintos. En este ámbito distinto y diferenciador Lewis Carroll nos hace contemplar, atribulados, la idea del espejo como entrada a un mundo inverso en la segunda parte de las aventuras de Alicia.  Y en Harry Potter y la piedra filosofal, de J. K. Rowling, aparece el espejo de Oesed (deseo leído al revés), que no refleja la imagen de quien lo contempla, sino sus deseos más profundos. No menos perturbador es el Espejo de la Sabiduría (en el que se refleja “todas las cosas del cielo y de la tierra excepto el rostro de quien se mira en él”), descrito por Oscar Wilde en el cuento “El pescador y su alma”.
            Así que el espejo nos ofrece, en su silencio, otra vida más sonora. Otra realidad por donde construir sendas de poesía y confundir las auras de los sueños más volátiles, interviniendo en la belleza como mandan las reglas de los reflejos de la fantasía más pura, de la pureza más traslúcida.

¡Qué se reflejen los violines voladores que el viento trajo hasta la misma piel del espejo de la impostura!
           
¡Hasta el mismo centro del tallo que se alza hacia la luz de la hermosura!
           
¡Qué se doble la vida, que se doble, y que uno vea sus ojos en los ojos de uno, y reconozca en su mirada aquella otra perdida que un día la eligió como casa!

Volver a casa, volver a casa…

ese es el espejo cuando refleja tu alma.
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